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Llegó a tal extremo la caricatura estatal en Bolivia (antes del 2006) que importantes funcionarios de la cooperación europea o de organismos internacionales preferían obtener datos y economizar tiempo asistiendo a las oficinas de la embajada o de USAID para conocer con más rigor la situación del país.
Estos detalles permiten advertir que Bolivia ofrecía señales inequívocas semejantes a una colonia que simulaba ser una democracia.
Durante el ciclo democrático y antes de que Evo Morales asumiera la presidencia, el país estaba sumido en una inconfesable dependencia crónica que incluso indujo a un investigador extranjero a publicar un valioso análisis sobre el papel de la cooperación internacional que le permite concluir que Bolivia, más que una república, manifestaba ser un «proyectorado» (Rodríguez, 2005).
El grado de dependencia al que llegó el país tocó los límites extremos facilitados por la complacencia de la élite criolla a la que le resultaba casi natural actuar con la lógica de mendicidad nacional carente de todo decoro.
En realidad, hicieron de la mendicidad y la sumisión una suerte de cultura nacional. Una clase media empoderada en el régimen neoliberal, despojada de todo sentido de responsabilidad nacional, peor aún de espíritu soberano, hizo el papel de Lazarillo de Tormes para guiar sin escrúpulo alguno a los tentáculos de la ocupación extranjera a los lugares más recónditos del Estado.
Las incontables anécdotas acerca del tutelaje norteamericano que se suelen contar entre los decanos de la diplomacia nacional ofrecen un espectáculo deprimente e indigno para cualquier país que pretenda convertirse en Estado.
Baste mencionar la designación de ministros del gobierno cuya decisión emanaba de la embajada con la misma naturalidad con la que se designaba a las jerarquías administrativas de justicia a quienes se pagaba un plus con recursos de la lucha contra el narcotráfico.
Para nadie era extraña la designación de los mandos militares o policiales o el control de todo el aparato de seguridad estatal a cambio de recibir botas de combate, crema dental, algún equipo militar o policial y unos centavos para garantizar su disciplina.
Con el mismo desprecio con el que la embajada trataba a ministros, diplomáticos o parlamentarios lo hacía con los partidos políticos a los que aplicó la política del veto mediante la otorgación de visas.
No obstante, este humillante trato al que se sometió la burocracia neoliberal sirvió no sólo de brújula al impulso intervencionista sino también de colchón de amortiguación optando por la complacencia y la complicidad venal.
Estaba claro entonces que la democracia adquirió la característica de un rito caricaturesco: mientras los bolivianos votaban ingenuamente en las urnas creyendo ejercer su soberanía política, otros elegían el destino de la patria, destino que estaba orientado a servir de correa de transmisión para saciar la voracidad del capital extranjero.
Esta mutilación en la narrativa nacional o carencia de un relato histórico sobre el peso que ejerció la hegemonía extranjera en Bolivia constituye una deuda impostergable que se debe cancelar con urgencia para caracterizar los rasgos constitutivos del Estado colonial e identificar los inherentes al emergente Estado Plurinacional.
Eludir la comprensión del papel hegemónico de la política norteamericana en la vida nacional equivale al desconocimiento de gran parte de nuestro pasado poscolonial.
Seguramente por ello y en muchos casos se ha preferido construir explicaciones episódicas, hasta míticas, acerca de nuestro destino nacional en ausencia del peso significativo que tuvieron factores externos.
Por esto mismo, el consabido y autoflagelante argumento acerca de la inviabilidad de Bolivia no tiene sustento racional entretanto no se esclarezcan las causas profundas de esta suerte de axioma antinacional.
Que una gran parte de la sociedad ignore que su país está intervenido equivale a sostener que su ciudadanía vive en medio de una república espuria.
En general, se ha tratado de explicar nuestra dependencia, pobreza o subdesarrollo prioritariamente por la vía del encierro geográfico, por esa lógica del «lastre» que atribuye a los indios el atraso nacional o por la miopía de una burguesía poco comprometida con lo nacional y fuertemente dependiente del extranjero.
Todas estas excusas –piadosas, racistas y estériles– dirigidas a reiterar una suerte de culpabilidad interna han prescindido de la variable fundamental vinculada con la ocupación extranjera, que, revisadas las cuentas, hizo del país una verdadera colonia, a pesar de su aparente independencia o democratización.
De hecho, en las últimas décadas, el concepto de «democratización» ha servido como pretexto para abonar un falso orgullo nacional asociado a la estabilidad política, los avances institucionales o los ejercicios electorales cuando en realidad la opereta nacional funcionaba bajo un guión extranjero.
El canto de sirena neoliberal decía que la estabilidad democrática era producto del acople de Bolivia a la economía globalizada y de los pactos de gobernabilidad «civilizados» aplicados entre partidos políticos maduros.
La pantomima estaba servida. Empero ni la economía estaba enganchada al mundo ni los partidos eran responsables de construir un proyecto nacional, puesto que estos últimos vivían de la megacorrupción que favoreció el descuartizamiento del Estado y de la generosa bolsa de «gastos reservados» que servía para comprar su silencio y su apoyo parlamentario.
Sobre estos mecanismos prebendales, los analistas políticos y los economistas expertos, que formaban parte de la legión de beneficiarios de la cooperación gringa o europea, cantaban loas al consenso de Washington y al virtuoso sistema partidario boliviano.
El canto también es cuestión de servidumbre, no sólo de arte. Por cierto, cualquier estudio sobre la relación entre Estados Unidos y Bolivia debiera plantear, por petición de principio, las características y la naturaleza del objeto de estudio y su respectiva conceptualización, puesto que no se trata, como algunos nos quieren hacer creer, de relaciones normales entre estados.
Se trata más bien de relaciones anormales/asimétricas en las que predominan los imperativos político-económicos del actor hegemónico sobre una parte de sus colonias mal llamadas repúblicas democráticas.
En general, las aproximaciones tanto académicas como institucionales que se efectuaron hasta ahora pasan por alto la naturaleza misma de esta relación concentrándose en asuntos vinculados a la «cooperación», la democracia, la institucionalidad, los derechos humanos o el narcotráfico.
En última instancia, estos campos de la cooperación –digitados y dirigidos desde afuera por funcionarios ignorantes de la realidad nacional– y sus formas de funcionamiento son más bien el resultado de la dependencia y no al revés.
Excepcionalmente, se ha tratado esta relación desde la perspectiva conceptual del imperialismo, de sus actores metropolitanos o sus instrumentos de dominación sobre la nación colonizada.
Lejos de esta perspectiva, los trabajos efectuados, además de poco serios, ofrecen conclusiones maniqueas que no dejan de sugerir la opción persistente de la dependencia ante el poder hegemónico, en desmedro de la voluntad popular o de los imperativos constitucionales que definen al Estado boliviano como una entidad soberana.
Consecuentemente, la aplicación de categorías sociológicas, incluso jurídicas, respecto a la relación entre estados (Bolivia-Estados Unidos) constituye de principio un punto de partida no sólo insuficiente sino también incorrecto.
Está claro que no se trata de aplicar por analogía este método de conocimiento a los países que nos rodean entre tanto éstos no invadan territorios extracontinentales ni se apropien de gobiernos o despojen de recursos naturales a los más débiles.
Tratar la relación política o diplomática entre Estados Unidos y Bolivia en condición de igualdad o cuando menos como un par complementario en la comunidad internacional, signado por la voluntad recíproca para hacer avanzar presuntos lazos de amistad bajo normas del respeto, o presumir que independientemente de sus diferencias ideológicas o políticas ambos Estados podrían lograr acuerdos beneficiosos, supone admitir la inexistencia del poder imperial o sobrevalorar la condición de su estatuto republicano, que opera bajo el faro del respeto democrático con sus iguales.
Lo cierto es que la perspectiva de la bilateralidad diplomática es una simple quimera. En esta relación se ha impuesto casi marcialmente una lógica de superioridad cultural, ética, política, ideológica y económica con la que se ha procedido a dirigir los destinos nacionales.
El imperio existe más allá de cualquier consideración en tanto se reafirma cada vez que invade un país, sanciona económicamente a un grupo de países, promueve golpes de Estado, viola los derechos humanos o transgrede acuerdos fundamentales que sostienen la convivencia internacional en el marco de las Naciones Unidas o de otros organismos internacionales.
Como lo prueban muchísimos estudios sobre el complejo imperial, la formalidad institucional así como el lenguaje diplomático esconden el contrapeso más brutal del poder real operado por sus innumerables agencias de seguridad.
(Este es el segundo de tres artículos del autor sobre el contenido del libro «BoliviaLeaks» de próxima presentación mundial.)
*El autor se desempeñó como Ministro de la Presidencia de Bolivia en el período 2006-2010, como Director Ejecutivo de la Agencia para el Desarrollo de Macrorregiones y Zonas Fronterizas (ADEMAF) entre 2010 y 2012, y retornó al Ministerio de la Presidencia en enero del 2012 hasta la actualidad.